Como suele ocurrir, el agonizante otoño deja sobre el prado su alfombra de hojas no ya de suave tersura y de esplendoroso colorido, sino crujiente y de opaco aspecto. Para dar paso a las decoraciones del místico diciembre cuando este se avecina, es preciso dejar el suelo libre, despejado de vestigios autumnales a fin de “entronizar”-digámoslo así-, los símbolos navideños que tánto regocijo nos traen ya que representan la celebración del más grande acontecimiento de nuestra religion católica, como lo fue la venida del Mesías, que marcó una nueva era en nuestra historia.
Pues bien: en aquel languideciente y aún tibio día de otoño, limpiamos el prado una vez más de los últimos vestigios de la temporada y nos dispusimos eufóricamente a celebrar la bella Navidad que regocijadamente une con sus tradiciones a familias y amigos. ¡Cuánta felicidad sentí aquella mañana transparente y soleada al ir a la caseta del patio posterior para sacar las cajas en las cuales cada año, al final de la temporada, solemos almacenar los adornos, guirnaldas, coronas, estatuillas de Santa Claus, ciervos, conos de pino, estrellas, moños de terciopelo, luces etc etc.!
Siempre he pensado que lo más genuinamente hermoso y placentero, radica en las cosas más simples de la vida. Así lo corroboré al ir descubriendo poco a poco y hasta con pueriles admiración y euforia (como si se tratara de un mágico tesoro de sorpresas agradables), arreglos e implementos casi olvidados tras de un año del absorbente ajetreo del diario vivir.
Mi hija y yo, parecíamos un par de chiquillas alborozadas cada vez que ante nuestros asombrados mas halagados ojos, “descubríamos” algo “nuevo” envuelto cuidadosamente entre papel de seda o espuma plástica. Tras de esparcir jubilosamente todos estos ornamentos que serían luego organizados adecuadamente y colocados bien fuera en el jardín exterior, o adentro en puertas, ventanas, escaleras, mesitas o vitrinas, sacamos otra caja (que solemos guardar celosamente dentro de la casa como un tesoro), conteniendo la más preciada colección progresiva de las fotos de la familia; fotos que cada año hemos venido tomando; que registran momentos inolvidables, y que harán historia para las generaciones posteriores. ¡Cuánto gusto sentimos al mirar allí a los chiquillos de años anteriores; uno de ellos, por ejemplo: mi nieto Jason Kenneth -entonces de dos años- (llorando desconsoladamente en brazos del Santa Claus en alguno de los almacenes que promueven estas celebraciones), ahora, convertido en todo un professional. !Increíbles las transformaciones que el tiempo opera, mientras nuestra mente a veces congela las imágenes en determinada época!
Entonces vino el inmenso placer de reemplazar los portarretratos de la unidad de pared, por un collage con esta entrañable memorabilia, que es de un valor insuperable dentro de nuestra amorosa y unida familia, constituída inicialmente cuando llegamos de Colombia (en 1.966), por mi esposo y yo, y nuestros cuatro niños (la familia Marmolejo-Acuña). Al devenir de los años, la familia se extendió al incorporarse a ella nuevos miembros de ascendencia estadounidense y europea, formando la nueva generación.
¡Aquella primera Navidad aquí en New York, fue algo esplendoroso! Mi marido y yo, llevamos a nuestros cuatro retoños (el más pequeño entonces de menos de dos años), al famoso Rockefeller Center . ¡Qué regalo para los ojos y para la fantasia!
¡Y qué fervoroso recogimiento y dicha sentimos también al visitar la grandiosa catedral de San Patricio! ¡Fue algo inolvidable!
¡Cuántas cosas amables de gratísima recordación, tanto de esta nuestra patria adoptiva, como también del suelo nativo que habíamos dejado!
Ahora no podríamos rememorar la celebración navideña, sin asociarla al olor fragante del pino, amén del de las castañas horneadas que solemos comer acompañadas de un vinillo y galletitas, mientras arreglamos el interior colocando coronas y guirnaldas aquí y
allá; en el alféizar de la ventana de la sala, la villa y el imprescindible Pesebre Navideño.
¿ Y qué decir de la evocación que viene a nuestra mente con una mezcla ambivalente de melancolía y regocijo mientras escuchamos los famosos villancicos de ingenuo y bucólico sabor con música de flautas, cornetas, panderetas y maracas, que nos llevan a rememorar nostálgicamente esas inolvidables fiestas navideñas en mi preciosoValle del Cauca, en mi adorada patria Colombia?
Allá, esta celebración se daba sin mucha sofisticación, dentro de la gran, admirable simplicidad de esos años, mas con un profundo sentido religioso. Hablo del tiempo precedente a nuestra llegada, cuando vinimos como inmigrantes para residir aquí -según mis cálculos-, por unos dos o tres años mientras trabajando conseguiríamos el dinero necesario para construir el edificio donde continuaría funcionando el colegio “Eugenio Pacelli” que con tánta devoción y amor había fundado yo, allá en el antiguo y elegante barrio Versalles de Cali.
Mas no todo se da como lo planeamos, y a veces Dios, en su infinita sabiduría, nos abre otros caminos, por alguna críptica razón más conveniente. Como es de anotar, en este maravilloso y amado país tuvimos puertas abiertas tan generosamente, que poco a poco mis hijos y yo nos fuimos aculturando a él, sin olvidar por supuesto nuestro amado país de origen, por el que a menudo, y como es natural, me asaltaba una profunda melancolía. Así pues, nos quedamos felizmente a vivir por siempre en esta “Tierra de Promisión” a la que hemos llegado a amar profundamente, pues al llegar la nueva generación, también echamos raíces aquí. Por la época en que dejamos Colombia, se acostumbraba arreglar allá el pesebre en movimiento, en un derroche de inolvidable rusticidad, ingenuidad y fantasía que dajaba huellas inborrables en las mentes infantiles, con la importancia de trascender perpetuamente como tradiciones culturales, a las futures generaciones.
¡Cuánta nostalgia nos produce ahora el recordar el ambiente impregnado del olor a canela, a clavos de olor y a nuez moscada de los acostumbrados manjares (dulces en caldo, buñuelos, manjar blanco, arroz con leche, hojaldres, y todas esas ricuras), que las señoras de la casa preparaban con anticipación a la Nochebuena! ¡Y cuán dulce nostalgia al evocar su plácido ejetreo preparando la mantelería y la vajilla de porcelana fina especial para las grandes festividades como lo era el almuerzo de pascua que congregaba a toda la familia ¿Y qué decir de la famosa y mística “misa de gallo” en la que gracias al binomio, artificio y buena voluntad de los parroquianos, a la media noche y ante las miradas arrobadas de niños y adultos, “descendía” el Niño Dios por una cuerda invisible desde el coro hasta el altar? ¡Faltaban ojos y sentidos a las mentes de los seres fervorosos y bellamente ingenuos, para percibirr en todo su mágico esplendor, este “prodigio milagroso” mas de profunda raigambre religiosa!
Pues bien: aquel día, cuando terminamos de colocar todas las decoraciones para la celebración navideña, vino con su madre a visitarnos, mi nieta más pequeña Alexa Nicole, de un poco menos de tres años de edad y nuestra dicha fue completa cuando gritó jubilosa tras ver el Santa Claus en el jardín: ¡Jo, Jo, Jo! ¡Sata hie! (Santa aquí) Claro que como dato hilarante debo ser sincera y confesar, que a decir verdad, yo estoy celebrando Navidad desde el mes de Julio (por lo menos), cuando ella ( a quien tengo el inmenso placer de cuidar los martes), persiste en ver una y otra vez, la cinta de Sésame Street “Elmo saves Christmas”, en la cual muy exitosamente toma parte, la renombrada y destacada poetisa norteamericana Maya Angelou…
Ahora cuando han transcurrido los años, puedo decir con orgullo y satisfacción, que no solamente hemos conservado nuestras viejas y bellas tradiciones sino que también hemos incorporado a estas, las folklóricas de otros pueblos, amalgamándonos humanamente a ellos como la comunidad mundial que el Mesías quiso que fuéramos, cuando vino a la tierra en forma humana.